Se quedó mucho rato mirando las amapolas sentada en la tierra y abrazada a sus rodillas.
El abuelo había muerto esa mañana y la niña sólo quería que el aire le acariciara la cara, que los saltamontes saltaran más alto, que todo todo fuera mentira.
Más allá, tras las piedras grandes, crecía manzanilla y el cielo era azul por todos lados, era azul de ese azul del abuelo, de ese azul que dolía como dolían las estrellas por la noche en la azotea y las brevas calientes de la higuera.
La niña pasó mucho rato mirando sus manos y se acordaba de las del abuelo y, al acordarse, le entraban ganas de llorar un poquito.
Creía la niña que tendría que llover en el cielo del cerro de tan triste y tan gris que ella estaba por dentro. En el cielo de ese cerro que había sido de ellos. Ese cerro que ya era sólo de ella y ese cerro que ya no quería.
Ya no importaban los juegos. No importaba el violeta, el rosa o el blanco. No importaba el sol y ya no importaba nada.
De tanto mirarse las manos, la niña se quedó dormida y no se dio cuenta de que un rayo de sol se le iba enredando en el pelo. Y no se dio cuenta porque ya soñaba con aquella noche en el patio.
-¿Es esto estar triste, abuelo? ¿Tener ganas de cerrar los ojos y estar así mucho rato?
Y miró al abuelo y se quedó muy callada y vio que el abuelo no le respondía pero cerraba muy fuerte sus ojos.
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