viernes, 7 de marzo de 2008

Siesta

A la niña, las piernas le colgaban sentada en la silla de enea. Jugaba con las últimas miguitas que habían quedado sobre la mesa.
La abuela subía del patio secándose las manos con el trapo y entraba en la oscura despensa sin ventanas. El olor a margaritas secas, aquél olor que a la niña tanto le gustaba, invadía la sala. Entonces, dejaba de jugar con las miguitas y respiraba muy rápido y alzaba las manos como queriendo atraparlo y meterlo en los bolsillo para tenerlo siempre.
La abuela se enganchaba el trapo en los tirantes del mandil, estiraba de la cadenita que colgaba del techo bajo y la luz se encendía y la obligaba a cerrar los ojos los primeros instantes. Les pasaba el dedo a los tarros del queso en aceite para quitarles el polvo. Removía las aceitunas amargas en la palangana y les daba la vuelta a los chorizos sobre la repisa.
Creía la niña que la abuela se iba a perder entre las tortas de San Juan y las pepitas secas de los melones y que ese día iba a ser diferente a los demás y, entonces, ella podría subir a la azotea y comería brevas calientes y hablaría con Don Peritón, el gato de los tejados.
Pero le arañaba las piernas desnudas la enea de la silla que había hecho el abuelo y las agitaba nerviosa hasta que conseguía perder las chanclas por debajo de la mesa. Cuando la abuela iba acabando y el silencio se iba haciendo en la despensa, sus manitas empezaban a vengarse, la niña sabía la rabia que le daba a la abuela descubrir los cordones de enea deshilachados.
Ella apagaba ya la luz y salía abrazada al colchoncillo, como lo llamaba. Sus manos blancas y rechonchas resaltaban entre el verde de aquella tela que ella misma cosió y llenó de pedazos de espuma una tarde en el patio.
La niña comprendía que el abuelo no iba a salvarla una tarde más. Con el sol en lo alto, los saltamontes pegan más brincos, había dicho y había cerrado la puerta de la casa tras sí. Tontos perdigones de la jaula bajo la escalera del patio, pensaba la niña, su abuelo se iba al cerro a buscarles comida y la abandonaba a esa hora en que tanto le necesitaba y tendría que enfrentarse sola al sonido de las agujas del despertador.
La abuela desenrollaba el colchoncillo entre cama y cama, en el suelo para estar más fresquita, decía. Bajaba la persiana. Y quitaba la camiseta a la niña y dejaba un vaso con agua al lado de la virgencita fluorescente de la mesita. La abrazaba y le besaba la frente. Y salía y cerraba la puerta.
La niña le rogaba que no la dejara, que no la dejara allí, allí con ese sonido tan triste del triste tan triste despertador. La abuela nunca la oía, pasaba un paño mojado por el hule de la mesa una habitación más allá.
La niña no dormía.
Enterraba el despertador bajo las almohadas de las dos camas chicas y ponía encima los cojines de ganchillo de colores. El tictac triste se oía poquito y se quedaba un poquito más tranquila.
Y entonces, jugaba con la virgencita, la virgencita que volaba, la virgencita que corría, la que daba saltos, la virgencita que tenía tanto calor como ella. Y la niña se compadecía y le regalaba un chapuzón en el vaso de agua porque el orinal siempre estaba vacío. La virgencita se agotaba con los juegos y se iba apagando en las manos de la niña.
A la niña le resbalaban lágrimas por los mofletes. Oía a la abuela roncar en el sofá de escai.
Cerraba los ojos y deseaba muy fuerte que llegara pronto el abuelo, el que le contaba cuentos, el que la salvaba en las tardes de siesta.

Se quedó mucho rato

Se quedó mucho rato mirando las amapolas sentada en la tierra y abrazada a sus rodillas.
El abuelo había muerto esa mañana y la niña sólo quería que el aire le acariciara la cara, que los saltamontes saltaran más alto, que todo todo fuera mentira.
Más allá, tras las piedras grandes, crecía manzanilla y el cielo era azul por todos lados, era azul de ese azul del abuelo, de ese azul que dolía como dolían las estrellas por la noche en la azotea y las brevas calientes de la higuera.
La niña pasó mucho rato mirando sus manos y se acordaba de las del abuelo y, al acordarse, le entraban ganas de llorar un poquito.
Creía la niña que tendría que llover en el cielo del cerro de tan triste y tan gris que ella estaba por dentro. En el cielo de ese cerro que había sido de ellos. Ese cerro que ya era sólo de ella y ese cerro que ya no quería.
Ya no importaban los juegos. No importaba el violeta, el rosa o el blanco. No importaba el sol y ya no importaba nada.
De tanto mirarse las manos, la niña se quedó dormida y no se dio cuenta de que un rayo de sol se le iba enredando en el pelo. Y no se dio cuenta porque ya soñaba con aquella noche en el patio.

-¿Es esto estar triste, abuelo? ¿Tener ganas de cerrar los ojos y estar así mucho rato?
Y miró al abuelo y se quedó muy callada y vio que el abuelo no le respondía pero cerraba muy fuerte sus ojos.